viernes, 20 de abril de 2018

Té en el Claridge's



“Cuando un hombre está cansado de Londres, está cansado de la vida”

                                                                    Samuel Johnson                

 Si lo que se entiende por “estilo inglés” tuviera que ser resumido en unas cuantas imágenes, la siguiente enumeración podría servir como síntesis: campos azules de lavanda, juegos de porcelana Wedgwood, telas de cretona, estampados de flores “chintz”,  primorosos parques,  casas de estilo isabelino, el tradicional pub inglés, un ambiente acogedor (“cosy”)  y, por supuesto, el té de las cinco. Pero también la flema, el cricket, la tolerancia y los paisajes de Constable podrían simbolizar lo mejor de la cultura inglesa.
 Desde Brighton a Newcastle, de Liverpool a Cornualles, el pueblo inglés se encuentra unido por un irrefrenable entusiasmo hacia la realeza, el consumo de té, la jardinería y la tradición.  Clasicismo y modernidad se dan la mano en un país donde conviven ancianas señoritas Marple y guardias pulcramente uniformados junto a jóvenes góticos, punkies alternativos o ruidosos hooligans. Esta convivencia es todo un ejemplo de civilización en ciudades como Londres, donde británicos, paquistaníes, indios, africanos, jamaicanos, chinos y varios miles de turistas comparten el aire de una Babelia desbordada por la que transitan, a diario, riadas humanas que se aglomeran, sobre todo, en el centro de la urbe, en zonas tan concurridas como Piccadilly Circus o Leicester Square.
 Una de las mejores formas de ver la ciudad es desde el piso superior de un rojo autobús londinense, (el metro, o tubo, como lo llaman los ingleses, resulta  más rápido pero es muy viejo y tiene un halo siniestro; de hecho,  alguna vez las vías son invadidas por manadas de ratas). Existe una inmejorable red de autobuses urbanos con los que se pueden  recorrer las largas avenidas que bordean Hyde Park, cruzar el Támesis, desplazarse hasta el norte de Londres o llegar al hotel. También resulta delicioso darse un paseo por las calles peatonales de Covent Garden, o merodear por alguno de los mercadillos que  proliferan en esta ciudad-mercado, (“nación de tenderos”, que dijera Napoleón), como el casi legendario Portobello Market,  Brixton Market, con sus artículos africanos y caribeños, olor a especias y música  reggae,  o  los  puestos  rodeados de  canales de  Camden Town.



Otra de las experiencias que uno no  debería perderse en su  visita a Londres es la ceremonia del té.  Se dispone para ello de numerosos establecimientos y salones, como el glamuroso  Claridge’s,  (Bond Street), un magnífico palacio convertido en hotel donde se puede degustar el típico té a la inglesa, con sandwiches de pepino, pasteles y deliciosos “scones” (bollitos rellenos de pasas) untados con mantequilla y mermelada.  El té de las cinco puede ser una oportunidad única para disfrutar, sin arruinarse, de esta tradición clásica en el ambiente suntuoso de un gran hotel.
Tras el ritual del té  -lujo y refinamiento-  en el hotel Savoy, el Dorchester o el Claridge’s, se puede deambular sin rumbo fijo por las numerosas calles que conforman el centro de Londres: perderse por el bullicioso Covent Garden, donde mendigaba Audrey-Eliza Doolittle antes de transformarse en “My fair lady”;  asomarse a los escaparates de carísimas sastrerías en Savile Road, lugar de residencia de  Phileas Phogg, aquel atildado caballero inglés salido de la pluma de Julio Verne; o bien seguir caminando hasta Charing Cross y  allí hojear las últimas novedades editoriales en la prestigiosa librería Foyle’s ...

Coexisten muchos aspectos diferentes dentro de esta  inmensa metrópoli, como si de la ciudad de las mil caras se tratase, pero, en mi opinión, Londres está marcado por un indefinible aire de misterio. Y aunque las brumas decimonónicas han abandonado ya el cielo londinense, una ligera niebla se eleva, a veces, desde el Támesis, en la humedad de la noche, otorgando a las calles aledañas un ambiente tétrico e inquietante. A los ingleses les encanta esa atmósfera oscura que huele a crímenes y a sangre, un olor a cadáver que pulula por las novelas de la genial Agatha Christie y que los británicos han sabido comercializar muy bien en lugares como el London’s Dungeon,  (escalofriante parque temático en el que se exhiben los tormentos aplicados a los reos desde la Edad Media), las visitas turísticas a pie por Baker Street, donde se ubicaba el despacho del famoso Sherlock Holmes,  o  Whitechapel, distrito en el que Jack el Destripador cometiera sus crímenes en 1888, o la mismísima Torre de Londres, donde se pueden visitar las mazmorras, los potros de tortura o el cadalso que fue testigo de la ejecución de miembros de la nobleza como Ana Bolena o Jane Grey. 


La afición de los británicos por lo sobrenatural llega a extremos de inventarle fantasmas a cualquier castillo o mansión que se precie,  manía persecutoria que caricaturizó el irlandés Oscar Wilde en  El fantasma de Canterville.  Sin falta de acudir a ejemplos literarios, yo misma escuché a un profesor de inglés asegurar, absolutamente convencido, que había contemplado el espectro de una mujer paseándose tranquilamente por su castillo con la cabeza en la mano.

Un ambiente onírico, casi irreal, rodea a esos  pueblos ingleses llenos de  cautivadoras cottages,  tejados de paja, ventanas emplomadas estilo Tudor y primorosos jardines, que me recuerdan   ciertas estampas, ( really  lovely), de encantadoras mascotas y paisajes de cuento de hadas, reflejos del  “kitsch” (cursilería) más edulcorado del siglo XIX.  Y es que en el país pervive aún la huella indeleble de la época victoriana, en los detalles, los estampados, la decoración o los dibujos infantiles de Beatrix Potter ... Un rastro de emociones inefables que van más allá de la mera ñoñería y se perciben en la pintura  de Millais  (cuadros como “La niña ciega” o “El nido”), y en las escenas bellamente policromadas de los prerrafaelistas. Una devoción por la infancia que ya había aparecido en  literatura, con personajes de niños desgraciados como Jane Eyre, huérfanos desamparados que protagonizan las novelas de Dickens, niños como Amy Dorrit, Oliver Twist o David Copperfield que representan la pobreza, la diferencia de clases,  la crueldad de aquella sociedad decimonónica o los brutales orfanatos de la época. Un Londres despiadado y clasista que aún flota en el recuerdo para dejar paso a una ciudad postmoderna, enorme ciudad mercado donde los centros comerciales constituyen un monumento al capitalismo más acervo y descomunal.  Selfridges, Liberty, Fortnum & Mason’s, se han convertido en verdaderos templos del consumo, como el laberíntico y archiconocido Harrods, donde millonarios con los bolsillos repletos de  petrodólares compran joyas, diamantes, ropa de marca o Rolex de oro, mientras los turistas adquieren  bolsas de plástico o peluches a precio de escándalo.


Londres posee el encanto de la tradición más anacrónica y de la  más extravagante modernidad;  una mezcla única donde las crestas multicolores perviven al lado de estrafalarios sombreros, donde  las carreras de Ascot o las ceremonias del más rancio abolengo coexisten junto a  la tecnología punta y la moda de vanguardia,  donde la vorágine del ruido y la aglomeración de Oxford Street  son compatibles con la silenciosa tranquilidad de Holland Park...
Pero, sobre todo, Londres es capaz de regalar al viajero la posibilidad de vaciarse, la sensación de poder convertirse sin esfuerzo en alguien distinto  de sí mismo y adoptar, temporalmente, la personalidad de un ser desconocido. Y  esa experiencia inverosímil es quizá su mayor privilegio. Parafraseando a Melville:
“Hay dos lugares en el mundo en los que una persona puede desaparecer por completo; la ciudad de Londres y los mares de Sur.”

Carmen Cabeza