viernes, 29 de marzo de 2013

Raquel bajo la lluvia


 Raquel, bajo la lluvia, se ha acostumbrado a callar, a fingir indiferencia, a disfrazarse con maquillaje una máscara de distanciamiento. Sin querer, ha caído en la trampa de renunciar a sus sueños, a todos los ideales que la inconsciencia y la debilidad han ido postergado sine diem.
Raquel ha visto anulada su libertad y  vivido de acuerdo a los deseos de otros, a sus expectativas, a sus necesidades, hasta ver truncados sus propios sueños sin pena ni gloria, porque a nadie le importan; ni siquiera a ella misma.
Raquel, bajo la lluvia, anegada en cafés desde el alba, atiborrada de narcóticos, teme que Hamed, el esquivo Hamed, no regrese a casa.
Raquel oculta su dolor a las vecinas chismosas, entrega al Prozac y la nicotina sus ansias insomnes y posterga, cada día, al cubo de la basura sus ilusiones y hasta su dignidad; pero ahora, bajo la lluvia, solo tiene miedo: teme hasta la locura, hasta el desasosiego, que Hamed, el maldito Hamed, no vuelva a casa.


Raquel espera bajo la lluvia, o delante del televisor, tras la ventana. Mientras espera, bebe café negro para mantenerse despierta, devora calmantes que algún psiquiatra, una vez,  le recetó por depresión endógena, y se aniquila con reproches que, como una masoquista, dirije hacia sí misma, contemplándose en el espejo de la conmiseración, temiendo hasta el infinito que Hamed, el extraño, Hamed, el amante ocasional que había venido una noche a dormir y acabó por quedarse durante años, Hamed, aquel hombre que encendía su sangre con  risa cruel y lasciva, aquel desconocido -ahora lo sabe, es realmente un desconocido, cada día  más sombrío y ajeno-, no vuelva, no regrese jamás a casa.

Carmen Cabeza Martínez

sábado, 16 de marzo de 2013

Cuaderno de Nueva York


 EL LAÚD (José Hierro)

I
Sonó su música, por vez primera
a la orilla del Arno, del Sena,
del Danubio de gabarras y de aceite.
Después atravesó el océano,
enmudeció, sobrevivió, sobremurió.
Escuchó los mariachis
entre el humo de la marihuana,
el coruscante saxofón del gringo
(así lo fijaría en su memoria),
el clarinete bajo
de canto triste y coda de arrepentimiento,
el bandoneón del tango de Buenos Aires,
la guitarra del Sacromonte.
Lo escuchó todo, con nostalgia del rumor del bosque
que había sido su origen,
frente al estuario en el que fuego y oro desembocan.

III

Mister Eisen toma el laúd en sus manos
torpes y corvas como garras,
pero llenas de amor:
restaña las úlceras de la madera,
acaricia y barniza la convexidad de la caja
-cráneo, pecho, cadera, nalga-,
tensa y templa las cuerdas.
Y la madera renacida
huele de nuevo a bosque,
a salón cortesano, a rosa de Cremona.

 

JOSÉ HIERRO. Cuaderno de Nueva York (1998)
Cuadro: Interior holandés, de Joan Miró

domingo, 3 de marzo de 2013

Como agua para chocolate


 CODORNICES EN PÉTALOS DE ROSA

Se desprenden con mucho cuidado los pétalos de las rosas, procurando no pincharse los dedos, pues los pétalos pueden quedar impregnados de sangre y esto puede provocar reacciones químicas, por demás peligrosas.
Ya que se tienen los pétalos deshojados, se muelen en el molcajete junto con el anís. Por separado, las castañas se ponen a dorar en el comal, se descascaran y se cuecen en agua. Después, se hacen puré. Los ajos se pican finamente y se doran en la mantequilla; cuando están acitronados, se les agregan el puré de castañas, la miel, la pithaya molida, los pétalos de rosa y sal al gusto. Por último, se pasa por un tamiz y se le agregan sólo dos gotas de esencia de rosas. Las codornices se ponen en un platón, se les vacía la salsa por encima y se decoran con una rosa completa en el centro y pétalos a los lados.

La fusión de la sangre de Tita con los pétalos de las rosas que Pedro le había regalado resultó ser de lo más explosiva.(...)
A Gertrudis algo raro le pasó. Parecía que el alimento que estaba ingiriendo producía en ella un efecto afrodisíaco, pues empezó a sentir que un intenso calor le invadía las piernas. Un cosquilleo en el centro de su cuerpo no la dejaba estar correctamente sentada en su silla. Empezó a sudar y a imaginar qué se sentiría al ir sentada a lomo de un caballo, abrazada por un villista, uno de esos que había visto una semana antes entrando a la plaza del pueblo, oliendo a sudor, a tierra, a amaneceres de peligro e incertidumbre, a vida y a muerte. (...)
Lo único que la animaba era la ilusión del refrescante baño que la esperaba, pero las gotas que caían de la regadera no alcanzaban a tocarle el cuerpo: se evaporaban antes de rozarla siquiera. Ante el pánico de morir abrasada por las llamas salió corriendo, así como estaba, completamente desnuda.
Para entonces el olor a rosas que su cuerpo despedía había llegado muy, muy lejos. Hasta las afueras del pueblo, en donde revolucionarios y federales libraban una cruel batalla. Entre ellos sobresalía por su valor el villista ese, el que había entrado una semana antes a Piedras Negras y se había cruzado con ella en la plaza.
Una nube rosada llegó hasta él, lo envolvió y provocó que saliera a todo galope hacia el rancho de Mamá Elena. Lo guiaba el olor del cuerpo de Gertrudis. Llegó justo a tiempo para descubrirla corriendo en medio del campo. Entonces supo para qué había llegado hasta allí. Esta mujer necesitaba imperiosamente que un hombre le apagara el fuego abrasador que nacía en sus entrañas.
Un hombre igual de necesitado de amor que ella, un hombre como él.

LAURA ESQUIVEL (extracto de la novela:  Como agua para chocolate)