Raquel, bajo la lluvia, se ha acostumbrado a callar, a fingir indiferencia, a disfrazarse con maquillaje una máscara de distanciamiento. Sin querer, ha caído en la trampa de renunciar a sus sueños, a todos los ideales que la inconsciencia y la debilidad han ido postergado sine diem.
Raquel ha visto anulada su libertad y vivido de acuerdo a los deseos de otros, a sus expectativas, a sus necesidades, hasta ver truncados sus propios sueños sin pena ni gloria, porque a nadie le importan; ni siquiera a ella misma.
Raquel, bajo la lluvia, anegada en cafés desde el alba, atiborrada de narcóticos, teme que Hamed, el esquivo Hamed, no regrese a casa.
Raquel oculta su dolor a las vecinas chismosas, entrega al Prozac y la nicotina sus ansias insomnes y posterga, cada día, al cubo de la basura sus ilusiones y hasta su dignidad; pero ahora, bajo la lluvia, solo tiene miedo: teme hasta la locura, hasta el desasosiego, que Hamed, el maldito Hamed, no vuelva a casa.
Raquel espera bajo la lluvia, o delante del televisor, tras la ventana. Mientras espera, bebe café negro para mantenerse despierta, devora calmantes que algún psiquiatra, una vez, le recetó por depresión endógena, y se aniquila con reproches que, como una masoquista, dirije hacia sí misma, contemplándose en el espejo de la conmiseración, temiendo hasta el infinito que Hamed, el extraño, Hamed, el amante ocasional que había venido una noche a dormir y acabó por quedarse durante años, Hamed, aquel hombre que encendía su sangre con risa cruel y lasciva, aquel desconocido -ahora lo sabe, es realmente un desconocido, cada día más sombrío y ajeno-, no vuelva, no regrese jamás a casa.