Roncesvalles era el presagio. El inicio. Un punto de partida que poseía la belleza de una piedra milenaria.
El verde profundo de los bosques que bordeaban el camino ofrecía sendas umbrías, tentadores recodos en los que apetecía detenerse, porque, al fin y al cabo, salirse del camino programado no solo resultaba fácil sino fascinante. Entretenerse, merodear, dibujar meandros en nuestro recorrido, era como descubrir otro viaje distinto: el del azar, el destino, el libre albedrío...
La curiosidad nos impulsaba a demorarnos por vericuetos desconocidos, a dar un rodeo y perdernos por espacios diferentes a los que figuraban en nuestra hoja de ruta.
Uno se imagina que el desplazamiento en el espacio es también un
viaje en el tiempo, un viaje que nos ofrece la posibilidad de recalar en el
medievo, respirar el recogimiento de la iglesias románicas e
impregnarnos de la sacralidad del canto gregoriano... El camino de
Santiago nos hace imaginarnos a nosotros mismos hace cientos de años, en
compañía de peregrinos occitanos, ministreles, trovadores, tedescos y
vascones, cantadeiras venidas de allende los mares, peregrinos que
compartían el pan, el vino y la olla podrida de los monasterios,
que dormían en la comunidad de las frías estancias abaciales, oliendo el humo
de las hogueras que ardían por doquier y escuchando los cantares de
gesta de boca de los juglares y de los músicos...
Ese camino
iniciático había comenzado en Roncesvalles, pero no teníamos ni idea de
dónde terminaría. Algunos pensábamos que no finalizaría jamás, que lo
recorreríamos más allá de Finisterre, más allá del océano, una y otra
vez, quizá hasta más allá de la muerte...
Carmen Cabeza
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