“…Viena no era tan sólo una ciudad para mí, sino también un sonido: un sonido que resuena en el alma para siempre o que no resuena nunca.”
Sándor Marai
Deambular por sus calles es como
sumergirse en una atmósfera cremosa, de nata y chocolat fondant. En Viena, los cafés son multitud, y es
posible viajar en el tiempo a través de
locales antiguos como Demels, Sacher o El café Central, olfateando el aroma de los strudels
de canela y disfrutando de un
exquisito mélange –café con leche y azucarillos
en bandeja de plata- sentado en cualquiera de los numerosos salones conservados
como piezas de museo. Para el viajero, un paseo por el corazón de esta vieja
Europa resulta fascinante. Los que no la
conocen pueden tratar de visualizar la
ciudad a través de la gran pantalla; Carta de una desconocida, por ejemplo -adaptación
de un relato del vienés Stefan Zweig-
refleja la elegancia de su pasado imperial; El
tercer hombre, sin embargo, muestra una cara diferente de la ciudad, la de
una Viena mutilada en cuatro zonas tras la segunda guerra mundial, una ciudad en blanco y negro que fotografia
las alcantarillas y los tendidos del tranvía en magistrales tomas y encuadres
oblicuos, haciéndonos imaginar el lado
oscuro de los alegres valses, el reverso de esta hermosa urbe que vio nacer el
expresionismo, la teoría del subconsciente y la multitud que aplaudía los
desfiles militares por el Ring con motivo de la anexión de Austria a la Alemania nazi.
Pero Viena ya había asistido anteriormente a la extinción de su viejo esplendor, un poder que la convirtió en capital de un enorme imperio, con fronteras que se extendían hasta la desembocadura del Danubio en el este o el Adriático por el sur…
Existen leyendas que hablan del “trágico destino de los Habsburgo”. El caso más notorio es el de la austriaca María Antonieta, que murió en la guillotina; pero también dramático resulta el caso del archiduque Rodolfo, que se suicidó en Mayerling en compañía de su joven amante, María Vetsera; o Maximiliano, hermano del emperador y fusilado en México por los seguidores de Juáez y, por supuesto, la inefable Elizabeth, la aristócrata que odiaba el espíritu festivo de la corte vienesa y pasaba largas temporadas viajando como una trotamundos, presa de la melancolía de los Wittelsbach, una especie de tara hereditaria que compartían los príncipes de Baviera. Elizabeth, en su versión más inefable, daría lugar a películas como “Sissi emperatriz”, una serie de films almibarados hasta el delirio que realizó Ernst Marishka e hicieron furor en los años 60, protagonizados por Romy Schneider. La propia Sissi también murió de forma trágica, apuñalada por un anarquista en un muelle de Ginebra. Puede que el principio de tanta leyenda negra esté relacionado con la evisceración de los Habsburgo (según un curioso ritual funerario, el corazón era separado del cuerpo y enterrado en la cripta de los Agustinos), mientra el resto yacía en el panteón imperial –Kapuzinerkirche- la cripta de los Capuchinos, un lugar fantasmagórico formado por cien salas subterráneas donde están enterrados unos cien archiduques y cien emperadores.
Pero el visitante no suele quedarse con una imagen lúgubre o triste en la memoria. Al contrario, lo que perdura en el viajero es el semblante más amable de la ciudad, porque Viena representa la opulencia del imperio, el ornamento sin paliativos, la belleza y el lujo, así como el espíritu amable de la época Biedermeier, un ambiente jubiloso que contiene aires de opereta de Offenbach, una Viena barroca que se regocija en el adorno y llega al rococó en su recargamiento desmedido, como corresponde a una urbe católica y pagana, completamente alejada de la austeridad protestante. Viena refulge en estucos, guirnaldas y rocallas, y su color más representativo es el blanco y amarillo del palacio de Schönbrunn. Al abandonarla, recuerdas que allí se ama la música, sabes que el paso del tiempo parece haberse detenido en los espejos de los cafés, refinados y elegantes, y que las notas de un vals son capaces de contener aún la belleza y la gracia de la vida.
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