CUADERNOS DE AGOSTO
Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que
vemos, sino lo que somos.
(Fernando Pessoa)
Martes, 21 de agosto: Nos alojamos en el Tropen, un
pequeño hotel al lado del museo de los Trópicos, enorme edificio que alberga el
centro de investigación de enfermedades tropicales. La institución fue creada
en el XVII debido al creciente número de
marineros que volvían de ultramar infectados por la malaria y otras plagas
desconocidas. El siglo de oro, quintaesencia del comercio holandés, había
propiciado la fundación de colonias de nombre legendario, -Batavia, Surinán,
Bonaire-, y el tráfico de exóticas mercaderías, pero el afán mercantilista
incluía también seres humanos, nativos que viajaban apilados en barcos ataúd a
través del océano para ser vendidos en lucrativas subastas de esclavos. Tráfago
colonialista y rapiña institucional que proporcionaron al país una inusitada
riqueza, en la época que después sería conocida como “edad dorada”.
Miércoles, 22 de agosto: Cerca del museo hay un pequeño parque que llega hasta las ventanas de
nuestra habitación. Desayunamos allí, al lado del césped, en una especie de
salón rodeado de árboles. El primer día, en el aeropuerto, nos recibió un cielo
diáfano que hoy se ha vuelto a repetir. Hace sol en las calles, el agua parece
más clara; la ciudad está embellecida por la luz de verano. Nos sentamos en las
terrazas, al borde de los canales que extienden su red de telaraña en torno a
las fachadas de ladrillo. En los aledaños de la plaza Dam compramos los
inevitables zuecos amarillos, pero
eludimos la visita a los talleres de diamantes, tapadera de un tráfico
desaprensivo e inmoral. Al anochecer, la increíble puesta de sol sobre los
canales dibuja los contornos de los puentes con la fragilidad de una acuarela.
Jueves, 23 de agosto: Hoy dedicamos la mañana al
Rijksmuseum, visita inexcusable que aparece en cualquier guía turística de la
ciudad. En el museo, la presencia
constante del claroscuro contrasta con lo soleado de la jornada mientras
observamos naturalezas muertas, gorgueras de impecables encajes, lienzos
barrocos de Rembrandt atrapando una luz inquietante; el rostro de Saskia envuelta en rizos rubios… De repente,
la magia de Vermeer, el azul absoluto, la seducción de unos interiores
habitados por sirvientas con apariencia de princesas, una sucesión de escenas
suspendidas en el tiempo que parecen contener una historia. La luz misteriosa
de Vermeer ha inundado nuestra retina y nos acompaña después, durante horas,
entre los puentes, caminando por el Vondelpark, e incluso más tarde, cuando
paseamos en barco, al anochecer,
por Prinsengracht.
Viernes, 24 de agosto: En la estación
central cogemos el autobús para ir a Volendam, lugar encantador estropeado tan
sólo por el exceso de souvenirs y las hordas de turistas. Volendam mejora
a las seis de la tarde, cuando los
autobuses regresan a sus respectivos hoteles y el pueblo queda, de pronto,
aligerado, tranquilo. Entonces es un placer caminar por los pequeños canales,
atisbar el interior de las casas desde sus ventanas sin visillos –resabio de la
austeridad luterana “no hay nada que econder”- y respirar la primorosa calma de
sus calles estrechas. En el puerto subimos a un barco que nos lleva a Marken,
diminuta aldea de pescadores que mantiene intacta la tradición de pintar de
verde sus casas de madera. Luce un sol increíble, un calor de verano que otorga
a la isla este aire inusual, más propio del Mediterráneo que del tormentoso mar
del Norte. Sin embargo, al oscurecer se levanta un viento frío y desapacible;
un viento que nos recuerda, bruscamente, que esto no es el sur.
Sábado, 25 de agosto: Trasladamos el equipaje al Amsteldijk para alojarnos en una de esas barcazas fluviales que,
en verano, se alquilan a turistas.
Nuestra casa flotante está fondeada en una de las orillas del río
Amstel. Nada más llegar recorremos la eslora, subimos y bajamos escaleras
verticales, abrimos escotillas y ojos de buey y acabamos instalándonos en la terraza de popa para contemplar la agitada
vida del río, un trasiego constante de embarcaciones ligeras. De noche, la
superficie del agua se llena de reflejos que brillan como una cinta ancha, inmóvil, anegada de luces.
Domingo, 26 de agosto: Ha enfriado mucho, así que cambiamos nuestro atuendo por
prendas más cálidas y nos dirigirnos a la Haya , capital administrativa de país. Intentamos
visitar la Corte
Internacional de Justicia, pero ese día hay una convención y
no nos dejan pasar, así que nos conformamos con admirar el edificio y sacar
unas fotos de la imponente fachada. Desde
allí, cogemos un autobús hacia las playas de Scheveningen para otear el brumoso
mar del Norte, pero el tiempo empeora por momentos y el mar adquiere un
desagradable color gris. Imposible bañarse en estas aguas oscuras. Un malecón
con pilotes negros anclados en la arena sirve de rompeolas a la resaca cada vez más fuerte. Marchamos de
allí con la humedad en los huesos, contentos de regresar al bullicio y la
agitación de Ámsterdam.
Después de la cena caminamos por el
Barrio Rojo. Observamos los escaparates donde decenas de mujeres se exhiben
cada noche. Un montón de hombres y grupos de turistas se agolpan ante las
vitrinas para contemplar el comercio, no por habitual menos denigrante. Cincuenta
euros, una mujer. La mayoría son jóvenes, de una belleza sorprendente…Se
sientan detrás de las ventanas como animales enjaulados, en una pública subasta
de carne femenina. Hay algo siniestro en esta exposición legalizada de cuerpos,
algo sórdido que no desaparece aunque las luces rojas intenten transformarlo en
una atracción turística más.
Lunes, 27 de agosto: Continúa el mal tiempo. Las nubes troquelan el
horizonte como aves de mal agüero. No podemos dejar pasar un día más sin
visitar el museo Van Gogh. Esta mañana el edificio rebosa de visitantes que se
apiñan con avidez ante los lienzos como si buscaran una revelación (un amarillo
aún más cálido, una pincelada aún más trémula...) Nos sumergimos en la magia del color -sol de
Provenza encerrado en campos de girasoles,
la habitación de Arlés, trigales
que reverberan bajo una luz de verano- y
repasamos la biografía de este pintor maldito que no llegó a vender más que un
cuadro en toda su vida y acabó suicidándose, convencido de su absoluto fracaso.
Me sorprendió un cuadro que no conocía: “Los comedores de patatas”, de la época
en que el artista no había empezado a trabajar el color y pintaba solamente en grises y negros, presagiando
el existencialismo del siglo siguiente. Quizás entonces había aprendido ya a
expresar, a través de sus manos, la esencia de las cosas. Probablemente
estuviera descubriendo la forma de reflejar su visión delirante del mundo.
Martes, 28 de agosto: El teatro Tuschinsky es un impresionante edificio art-déco
que alberga, en la actualidad, varias salas de cine. Fuimos a ver una
película subtitulada en inglés, pero el film nos importaba poco; lo realmente interesante era ver la decoración
suntuosa y refinada que conserva la atmósfera de los años 20.
Al salir del cine fuimos a la plaza Rembrandt,
otro de los centros de animación de la ciudad. Cenamos en la brasserie del Schiller, uno de esos
hoteles clásicos con salones laminados de caoba y lámparas modernistas que
tienen la virtud de transportarte a otra época.
Por la noche, de vuelta en el barco,
nos sentamos en la cubierta de popa. A
pesar del frío, estuvimos un rato fumando, contemplando cómo la luna llena
vertía sus reflejos, a raudales, sobre
las aguas del Amstel.
Miércoles, 29 de agosto: El lugar más visitado de Ámsterdam es la casa de Ana
Frank, por eso no nos extrañó la enorme cola que se había formado ante la
ventanilla del museo. Yo la había visitado en un viaje anterior, pero recorrer
las habitaciones de nuevo me produjo la misma impresión de entonces. Nos
topamos con el horror de la casa de atrás, las empinadas escaleras por donde subieron
los soldados el último día, el rostro infantil de Ana en las fotografías, su
cara menuda, sonriente… Imaginas su historia mientras vas contemplando las
fotos por las paredes, sus recortes de revistas, el espacio claustrofóbico
donde se escondieron ocho personas durante dos años, las habitaciones de una fosa común de la que
solo saldrían hacia la muerte. Los turistas paseábamos en silencio por la casa.
Algunos se emocionaban. La mayoría salíamos de allí con un incómodo nudo en la
garganta, como si todos compartiéramos la misma culpa.
Jueves, 30 de agosto: Mañana termina el contrato con nuestro arrendatario, así que tendremos que hacer las maletas y
resignarnos a coger el avión de vuelta. Atrás se quedan los molinos, el mercado
de flores con sus bulbos y tulipanes, los canales, el Rijksmuseum y el museo de
los Trópicos. Finaliza agosto y el aire nos recuerda el final de las
vacaciones, la inminencia de septiembre y sus exámenes imaginarios, largas
horas de oficina y espacios cerrados, con la luz de los días mermando sin
remedio hasta el solsticio de invierno. La última noche, un frío casi glacial
congela nuestro gesto en las fotos sobre cubierta, mientras apuramos la ilusión
de unas horas más antes de la partida. Pero el frío nos ha sumergido, de improviso,
en el otoño, y nos damos cuenta de que estos días de atrás fueron tan sólo un
paréntesis, un espacio flexible e ilusorio en el curso de nuestras vidas. En
todo caso, una libertad limitada y con cláusulas. Se trataba, solamente, de una
libertad condicional.
Carmen Cabeza
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