El círculo se abría al atardecer en Montparnasse, cuando se reunían en la terraza de
Tres o cuatro décadas antes, otros
lugares servían de acogida a los poetas que pasearon su malditismo por
Montmartre, en locales como le Chat Noir o el Polidor. Dipsómanos ilustres
fueron Baudelaire, Verlaine o Toulouse Lautrec, que saciaban su sed de mal con
absenta y otros brebajes inconfesables en fumaderos de opio, bistrots y
burdeles para todos los gustos.
La absenta era apodada el hada verde
(fée verte), una bebida de sabor
anisado que, combinada con agua, se transformaba en louche, una esencia lechosa que fue prohibida en 1915 porque
producía alucinaciones.
De los vapores etílicos viajamos en
el tiempo hasta otro tipo de olores: los efluvios del viejo París, mercados
apestosos frecuentados por Grenouille, el abyecto personaje de Süskind, que
aprende a destilar aromas de las pieles humanas en un París repugnante, con
olor a podrido, donde las cloacas iban a dar al Sena y formaban una muralla de
heces y deshechos humanos.
Para combatir estos hedores se
generalizó el uso del perfume. En Versalles se impregnaban saquitos con
esencias que portaban palomas en el pico a modo de incensarios para aromatizar los
salones versallescos, que hedían, y no precisamente a rosas.
Envuelta en un aura de escándalo, la urbe ha constituido, hasta hace
unos años, un símbolo de sensualidad y de exceso. Desde la Pompadour y la du Barry,
las cortesanas de París otorgaron a la ciudad un aura de erotismo y esplendor
carnal. Chispeante como una botella de champán, durante mucho tiempo fue la capital
de las vanguardias y la transgresión. Miles de personas acudían a París, para,
en una suerte de viaje iniciático, desbrozar su provincianismo y pacatería.
Eran otros tiempos. Fueron muchos los que pasearon su estupefacción
boquiabierta por los animados bistrots, en busca de cocottes y demi-mondaines
con las que despilfarrar herencias, fortunas amasadas durante años que acabaron
naufragando en los estragos del derroche y el lujo.
Montmartre, barrio que circunda la mole marmórea del Sacré-Coeur, es un recordatorio del París canalla, el de la vida bohemia, con ecos de cabaret, absenta y can-can, bajo la sombra de un Toulouse-Lautrec que retrataba a Jane Avril o Suzanne Valadon en las cercanías del Moulin Rouge.
Pero la ciudad muestra un montón de rostros diferentes, surgidos del
torbellino de la historia. El barón Haussmann, que construyó el nuevo París a
base de amplios bulevares y avenidas rectas, trazadas con tiralíneas, comparaba
el río a una “cabellera acuática”, en la que se perdía a menudo, contemplando
“sus reflejos rubios, dorados y antracitas”. Los puentes del Sena constituyen
un símbolo de París, tan emblemático como la torre Eiffel o la catedral de Nôtre-Dame.
Resultaría demasiado largo enumerar la lista completa de lugares
imprescindibles, así que me limitaré a señalar unos cuantos lugares
privilegiados. El Marais, por ejemplo, donde uno puede imaginarse sin esfuerzo a la marquesa
de Meurteuil conspirando en los recoletos
palacetes de la place des Vosges. La ópera Garnier, por cuyos palcos y galerías parece
deslizarse, silencioso, el fantasma de la ópera; los jardines de Luxemburgo y
su deliciosa Fuente Médicis; la plaza Vendôme, sede de la alta relojería, que
se abre como un hermoso joyero octogonal en el fauburg Saint-Honoré; quai
Montebello, uno de los muelles del Sena, sin duda el mejor lugar para contemplar los arbotantes
góticos de Nôtre-Dame, o cualquiera de
las innumerables terrazas que se extienden desde el barrio latino a la avenida
de los Campos Elíseos.
La intensa vitalidad que aquí se respira nos ofrece mil posibilidades,
desde la versión más tópica del París romántico, orquestado por melodías como
“La vie en rose”, de Edith Piaf, hasta
los aspectos más desconocidos e imprevisibles.
Siempre cambiante, siempre sorprendente, en cada viaje se puede
descubrir una faceta nueva, inexplorada.
Y es que la ciudad habitada por Hemingway hace casi cien años conserva
su fascinación en pleno siglo XXI. Porque París, ahora, sigue siendo una
fiesta, una interminable fiesta que nos sigue.
Fotos en blanco y negro: ROBERT DOISNEAU
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