“Cuando un
hombre está cansado de Londres, está cansado de la vida”
Samuel Johnson
Si lo que
se entiende por “estilo inglés” tuviera que ser resumido en unas cuantas imágenes,
la siguiente enumeración podría servir como síntesis: campos azules de lavanda,
juegos de porcelana Wedgwood, telas de cretona, estampados de flores
“chintz”, primorosos parques, casas de estilo isabelino, el tradicional pub
inglés, un ambiente acogedor (“cosy”) y,
por supuesto, el té de las cinco. Pero también la flema, el cricket, la
tolerancia y los paisajes de Constable podrían simbolizar lo mejor de la
cultura inglesa.
Desde Brighton a Newcastle, de Liverpool a
Cornualles, el pueblo inglés se encuentra unido por un irrefrenable entusiasmo
hacia la realeza, el consumo de té, la jardinería y la tradición. Clasicismo y modernidad se dan la mano en un
país donde conviven ancianas señoritas Marple y guardias pulcramente
uniformados junto a jóvenes góticos, punkies alternativos o ruidosos hooligans.
Esta convivencia es todo un ejemplo de civilización en ciudades como Londres,
donde británicos, paquistaníes, indios, africanos, jamaicanos, chinos y varios
miles de turistas comparten el aire de una Babelia desbordada por la que
transitan, a diario, riadas humanas que se aglomeran, sobre todo, en el centro
de la urbe, en zonas tan concurridas como Piccadilly Circus o Leicester Square.
Una de las
mejores formas de ver la ciudad es desde el piso superior de un rojo autobús
londinense, (el metro, o tubo, como lo llaman los ingleses, resulta más rápido pero es muy viejo y tiene un halo
siniestro; de hecho, alguna vez las vías
son invadidas por manadas de ratas). Existe una inmejorable red de autobuses
urbanos con los que se pueden recorrer
las largas avenidas que bordean Hyde Park, cruzar el Támesis, desplazarse hasta
el norte de Londres o llegar al hotel. También resulta delicioso darse un paseo
por las calles peatonales de Covent Garden, o merodear por alguno de los
mercadillos que proliferan en esta
ciudad-mercado, (“nación de tenderos”, que dijera Napoleón), como el casi
legendario Portobello Market, Brixton
Market, con sus artículos africanos y caribeños, olor a especias y música reggae,
o los puestos
rodeados de canales de Camden Town.
Otra de
las experiencias que uno no debería
perderse en su visita a Londres es la
ceremonia del té. Se dispone para ello
de numerosos establecimientos y salones, como el glamuroso Claridge’s,
(Bond Street), un magnífico palacio convertido en hotel donde se puede
degustar el típico té a la inglesa, con sandwiches de pepino, pasteles y
deliciosos “scones” (bollitos rellenos de pasas) untados con mantequilla y
mermelada. El té de las cinco puede ser
una oportunidad única para disfrutar, sin arruinarse, de esta tradición clásica
en el ambiente suntuoso de un gran hotel.
Tras el
ritual del té -lujo y refinamiento- en el hotel Savoy, el Dorchester o el
Claridge’s, se puede deambular sin rumbo fijo por las numerosas calles que
conforman el centro de Londres: perderse por el bullicioso Covent Garden, donde
mendigaba Audrey-Eliza Doolittle antes de transformarse en “My fair lady”; asomarse a los escaparates de carísimas sastrerías
en Savile Road, lugar de residencia de
Phileas Phogg, aquel atildado caballero inglés salido de la pluma de
Julio Verne; o bien seguir caminando hasta Charing Cross y allí hojear las últimas novedades editoriales
en la prestigiosa librería Foyle’s ...
Coexisten
muchos aspectos diferentes dentro de esta
inmensa metrópoli, como si de la ciudad de las mil caras se tratase,
pero, en mi opinión, Londres está marcado por un indefinible aire de misterio.
Y aunque las brumas decimonónicas han abandonado ya el cielo londinense, una
ligera niebla se eleva, a veces, desde el Támesis, en la humedad de la noche,
otorgando a las calles aledañas un ambiente tétrico e inquietante. A los
ingleses les encanta esa atmósfera oscura que huele a crímenes y a sangre, un
olor a cadáver que pulula por las novelas de la genial Agatha Christie y que
los británicos han sabido comercializar muy bien en lugares como el London’s
Dungeon, (escalofriante parque temático
en el que se exhiben los tormentos aplicados a los reos desde la Edad Media ), las
visitas turísticas a pie por Baker Street, donde se ubicaba el despacho del
famoso Sherlock Holmes, o Whitechapel, distrito en el que Jack el
Destripador cometiera sus crímenes en 1888, o la mismísima Torre de Londres,
donde se pueden visitar las mazmorras, los potros de tortura o el cadalso que
fue testigo de la ejecución de miembros de la nobleza como Ana Bolena o Jane
Grey.
La afición
de los británicos por lo sobrenatural llega a extremos de inventarle fantasmas
a cualquier castillo o mansión que se precie,
manía persecutoria que caricaturizó el irlandés Oscar Wilde en El fantasma de Canterville. Sin falta de acudir a ejemplos literarios, yo
misma escuché a un profesor de inglés asegurar, absolutamente convencido, que
había contemplado el espectro de una mujer paseándose tranquilamente por su
castillo con la cabeza en la mano.
Un
ambiente onírico, casi irreal, rodea a esos
pueblos ingleses llenos de
cautivadoras cottages, tejados de
paja, ventanas emplomadas estilo Tudor y primorosos jardines, que me recuerdan ciertas estampas, ( really lovely), de encantadoras mascotas y paisajes
de cuento de hadas, reflejos del
“kitsch” (cursilería) más edulcorado del siglo XIX. Y es que en el país pervive aún la huella
indeleble de la época victoriana, en los detalles, los estampados, la
decoración o los dibujos infantiles de Beatrix Potter ... Un rastro de
emociones inefables que van más allá de la mera ñoñería y se perciben en la
pintura de Millais (cuadros como “La niña ciega” o “El nido”), y
en las escenas bellamente policromadas de los prerrafaelistas. Una devoción por
la infancia que ya había aparecido en
literatura, con personajes de niños desgraciados como Jane Eyre,
huérfanos desamparados que protagonizan las novelas de Dickens, niños como Amy
Dorrit, Oliver Twist o David Copperfield que representan la pobreza, la
diferencia de clases, la crueldad de
aquella sociedad decimonónica o los brutales orfanatos de la época. Un Londres
despiadado y clasista que aún flota en el recuerdo para dejar paso a una ciudad
postmoderna, enorme ciudad mercado donde los centros comerciales constituyen un
monumento al capitalismo más acervo y descomunal. Selfridges, Liberty, Fortnum & Mason’s,
se han convertido en verdaderos templos del consumo, como el laberíntico y
archiconocido Harrods, donde millonarios con los bolsillos repletos de petrodólares compran joyas, diamantes, ropa
de marca o Rolex de oro, mientras los turistas adquieren bolsas de plástico o peluches a precio de
escándalo.
Londres
posee el encanto de la tradición más anacrónica y de la más extravagante modernidad; una mezcla única donde las crestas
multicolores perviven al lado de estrafalarios sombreros, donde las carreras de Ascot o las ceremonias del
más rancio abolengo coexisten junto a la
tecnología punta y la moda de vanguardia,
donde la vorágine del ruido y la aglomeración de Oxford Street son compatibles con la silenciosa
tranquilidad de Holland Park...
Pero,
sobre todo, Londres es capaz de regalar al viajero la posibilidad de vaciarse,
la sensación de poder convertirse sin esfuerzo en alguien distinto de sí mismo y adoptar, temporalmente, la
personalidad de un ser desconocido. Y
esa experiencia inverosímil es quizá su mayor privilegio. Parafraseando
a Melville:
“Hay dos
lugares en el mundo en los que una persona puede desaparecer por completo; la
ciudad de Londres y los mares de Sur.”
Carmen Cabeza
Londres es un lugar muy especial. Pero hay otros lugares especiales... Amo Londres. Viví allí (cerca) casi un año. Londres pero no solo. En todo caso, gracias por Londres y por pasar, con trazo leve, por el lugar del corazón.
ResponderEliminarAbracísimo
Gracias a ti, Indigo. Yo no viví allí, pero viajé muchas veces a Londres y cada vez descubría algo nuevo. Es como una ciudad estuario, una ciudad llena de ángulos desconocidos y sorprendentes. Aunque, personalmente, prefiero París o Venecia, a Londres también se le puede encontrar la magia y el corazón.
ResponderEliminarUn abrazo