El mundo subjuntivo de la plaza
Feijóo
Hubiera
preferido iniciar mi itinerario en Uría, subir después la calle San Francisco y
atajar por la Corrada
hasta la facultad de Letras. Pero lo
habitual era que aterrizáramos en la estación de los Alsas, caminásemos por General
Elorza hasta Foncalada y subiéramos entonces la Gascona. Allí
empezaba el último tramo: un corto paseo por la muralla
hasta doblar la esquina de la
calle San Vicente.
Ahora,
volviendo la mirada atrás, creo que hubiera sido preferible escoger otra ruta para llegar a la plaza Feijoo. Porque lo cierto es que no nos urgía la prisa. Las clases nunca
empezaban a la hora, y los quince minutos de cortesía se cumplían en todos los
casos, curso tras curso. Entrábamos,
todavía de noche, a la primera clase. Con el transcurso de los meses decidimos
fumarnos la asignatura de Lengua y
desayunar en el café Sevilla o la División Azul, una especie de búnker falangista abarrotado
de estudiantes que tomaban allí los pinchos de tortilla más baratos en millas a
la redonda. A las diez comenzaba la clase de Crítica literaria, con Carmen
Bobes, que nos enseñaba a psicoanalizar a Kafka, en una época en que la teoría del psicoanálisis todavía
conservaba algún prestigio.
Entre clase y clase paseaba por el Oviedo antiguo. Delante de la casa del Deán imaginaba erróneamente que se trataba de la vivienda del Magistral. Al dejar atrás la Corrada del Obispo entraba en el tránsito de Santa Bárbara, mi rincón favorito, con la torre románica de San Miguel, donde me figuraba historias bárbaras, princesas godas y conjuras palaciegas. A veces entraba en el recinto de la catedral, recorría las capillas laterales y creía contemplar el sórdido beso de Celedonio en el capítulo final de la Regenta; me parecía sentir en los labios la viscosidad de los sapos de Vetusta, mientras los pies desnudos de Ana Ozores desfilaban bajo la lluvia de un viernes santo. Algún día también creí ver a Lena Rivero en el trascoro, entretenida en visiones místicas, con la cabeza llena de mariposas negras.
A
veces, en los recreos, nos acercábamos al horno del Molinón, en la calle del
Águila. Entrar allí una mañana de febrero y repostar con el olor a pan recién
hecho y los bollinos calientes nos proporcionaba energía para aguantar tres
horas más de clases, en su mayoría anodinas, algunas impagables, como las de
Emilio Sagi, que nos desgranaba los secretos de la obra de Tennessee Williams y
el teatro de Arthur Miller. O el meticuloso análisis de la Regenta que nos regaló Cachero.
Cuando
hacía buen tiempo nos sentábamos ante la estatua de Feijoo, bajo la piedra de
su hábito talar, arremolinándonos en el pedestal de esa figura pensativa que
parecía filosofar rodeado de una corte de estudiantes que daban voces a sus
pies. Luego subíamos de nuevo a clase.
Escuchábamos los versos de Chaucer recitados por Patricia Shaw, al profesor
Álvarez Buylla mostrándonos los entresijos de los románticos ingleses y los
sueños aliñados de opio de Coleridge o De Quincey…
Todo
aquello sucedía hace más de treinta años, en la ubicación dudosa de un
recuerdo, en ese lugar anclado en la nostalgia de un tiempo inexistente. La
verdad es que en ese mundo subjuntivo perduran tan solo los deseos y los desvaríos
de la memoria. Pero esa percepción inexacta es lo único que nos queda. Lo único
que guarda la esencia de aquellos años, cuando éramos rabiosamente
jóvenes; y algunos de nosotros tan
intensos que llegamos a creernos inmortales.
Texto de Carmen Cabeza Martínez, publicado en la antología Oviedo, libro abierto (ediciones Trea, Oviedo 2016)
Inmortal es la mujer -y el hombre- cuando juega, se tenga la edad que se tenga. Mortal y moribundo es la mujer -y el hombre- que se olvida de jugar y malvive, de abulia en abulia.
ResponderEliminarLa magia de Oviedo sigue ahí, sal a por ella, siéntala.
Y escríbela.
Estoy de acuerdo contigo... Escribir es ordenar la vida, estructurar la realidad, abrir puertas y ventanas, vivir otras vidas, descubrir la magia. Sentirla...
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