Verano del 74
Fue la primera vez que escuché a Bob
Dylan. El año de la dimisión de Richard Nixon y la revolución de los claveles. Por
todas partes se escuchaban las rancheras de Vicente Fernández, el pueblo olía a
estiércol y aquel olor se mezclaba con la fragancia del heno, el humo de leña y
el viento de la sierra. Aire de flores y retama, un aroma a frío y flores
amarillas que se transformaba bajo la radiante luz del día. Las moscas,
inevitables, se posaban sobre el mármol del fregadero, revoloteaban sobre los
bueyes lamiendo su mansedumbre lenta, bamboleante, y volvían a formar cráteres
negros, pegajosos, sobre las boñigas.
En el pueblo todos éramos parientes
en mayor o menor grado. Los frutos de, al menos, dos generaciones de emigrantes
volvían cada verano a la meseta para secar la humedad del norte, aunque
Valverde de la Sierra
no formaba parte, en realidad, del paisaje estepario, sino que se elevaba sobre
un valle fértil, al pie de una mole caliza llamada Espigüete.
La tierra era adusta, pero bella; una tierra
umbría, patriarcal, de inviernos aciagos al acecho de perros salvajes y veranos
de siega, pastizales e intenso color a brezo en las quebradas. Los veraneantes
nos encontrábamos en el río, al borde de una poza donde sólo se bañaba la
chavalería, porque sólo nosotros podíamos aguantar sin aspavientos aquella
sensación de frío. Las madres nos repartieron por grupos las casas, y a mí me tocó dormir con mi prima Belén en la casa
del tío Santos, en una habitación que había encima de los establos, sin saber
que era la misma donde habían dormido mi madre y sus hermanas mientras duró la
guerra, aunque la guerra, en realidad, no llegó a pasar por el pueblo, porque
Valverde era una especie de limbo, un lugar apartado a donde no llegaron ni
rojos ni nacionales, y sólo de vez en cuando, a lo lejos, se oía el estallido
de las bombas, como un escalofrío. Mi abuelo Felipe, que se había librado de la
muerte por una carambola del destino, huyó de Oviedo y vino a buscar refugio en
el pueblo para evitar ser fusilado junto al muro del cementerio de San Salvador,
que era donde llevaban a “los paseados”
al amanecer.
Pero yo entonces no lo sabía. Lo
ignoraba casi todo, por eso pasé un verano feliz dedicándome a haraganear, a
remontar el cauce del río y correr por las eras. Las antiguas escuelas, donde
habían estudiado mi madre y mis tías en el 38, permanecían cerradas desde hacía
años, y nos servían de cuartel general cuando la actividad decaía o hacía mal
tiempo. A la hora de la siesta escuchábamos música en un desvencijado
radio-cassette., y allí, en aquellas aulas vacías, junto a las rancheras de
Vicente Fernández, escuché por primera vez a Bob Dylan y traduje algunas frases
de sus canciones, que traían respuestas flotando en el viento y a Mr.
Tambourine y a Sarah, y a un boxeador
tronado. Dylan decía que los tiempos estaban cambiando, pero a mí me parecía
que nada había cambiado en aquel lugar desde hacía siglos, ni en el blanco de
sus paredes encaladas ni en la rusticidad de los fogones que se abrían en el vientre de las
casas.
Nunca regresé al pueblo del abuelo.
Sin embargo, el recuerdo de aquellas vacaciones del 74, cuando aún no existía
el pantano y el valle del viejo Riaño no había sido sepultado bajo las aguas,
permanece intacto en mi memoria como la impronta del primer cigarrillo, los
primeros besos o las noches de confidencias a media voz. Vendrían más veranos y
canciones, años de luz y de sombra,
décadas que se llevaron media vida por delante, pero aún recuerdo el sabor de
la leche recién ordeñada, su densidad fuerte, compacta, una sensación
irrepetible, como la desolación agreste del paisaje o las notas de aquella
música extranjera que escuchaba por primera vez.
Fue en agosto del 74; el mismo año de
la revolución de los claveles y de la dimisión de Richard Nixon… Aquel verano
en que descubrí a Bob Dylan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario