viernes, 19 de julio de 2013

FETICHE


Dimas tenía nombre de verdugo. Había algo entrañable en él, un no sé qué de enternecedor en sus desmañados gestos, en los ojos pequeños de tanto mirar hacia dentro, de tanto soñar con rubias esfinges de platino. Lo recuerdo con su torpeza habitual, sus cigarrillos interminables, la mirada perdida entre una niebla de emociones lejanas, inalcanzables...
Dimas coleccionaba imágenes de actrices rubias; también tenía una colección de encajes, ligueros y fetiches asociados a fotogramas míticos de mujeres que habían irradiado su luz dorada en las pantallas de los cines de barrio; semidiosas que le habían fascinado desde hacia tanto tiempo que el recuerdo se había perdido en la memoria...

Dimas adoraba sus iconos con devoción mística. Luego buscaba la réplica en otras mujeres de carne y hueso; buscaba una imitación dorada y curvilínea, un sustituto que recibiera el enorme peso de sus caricias almacenadas en veinte años de sueños rubios, veinte años de pasión por aquellas venus de papel de senos rosados y turgentes, años de viajes iniciáticos por las curvas interminablemente exploradas que hurgaba, penetraba, succionaba y mordía con fruición.  Deseaba aquella carne de primera fabricada en el lejano Hollywood, imitada en los prostíbulos de la ciudad vieja, en los rincones de los muelles rebosantes de ratas y melenas teñidas, de vulvas oscuras e impenetrables, de desencuentros sin número en todos aquellos años de búsqueda del grial plateado...


Recuerdo a Dimas aquella última tarde lluviosa y gris, una tarde de canalones que rebosaban bajo un cielo indefinido, como el de las fotografías veladas. Había sido un día desafortunado y sucio, como la vida de los pobres, una jornada de poca clientela y poco dinero; quizá por eso, por la indolencia pesada de la tarde, intuí el peligro alrededor de Dimas, su apariencia de víctima fácil, propiciatoria, y cuando vi llegar al Jaco con la mirada turbia de tanto meterse porquerías en el cuerpo, supe que algo iba mal, terriblemente mal. Miré a Dimas, ignorante del peligro, sus ojos de perro dulce, las toscas manos de desgastada ternura, su boca que esbozaba una sonrisa ausente... Fue entonces cuando supe que nunca le volvería a ver...

Carmen Cabeza Martínez