viernes, 30 de septiembre de 2016

Kate O`Callaghan


 Mi padre, el granjero John O'Callaghan, nació en el condado de Drogheda. El abuelo Sean se había arruinado en la hambruna del 54 y murió antes de cumplir los cuarenta. 
Mi madre, Rosie O'Connor, una campesina de Galway, parió diez hijos en total, pero solo seis sobrevivimos al primer año de vida.
Fuimos emigrantes. Cambiamos los verdes valles irlandeses por las resecas llanuras de Pensilvania. Tuvimos una travesía siniestra en un barco que hacía el trayecto Cork- Baltimore y, tras unas semanas interminables desperdigados por trenes malolientes, llegamos a Pittsburgh una fría mañana de noviembre. Nos instalaron en unos barracones que la compañía minera reservaba para los que llamaban "cerdos irlandeses".
La gente, por lo general, nos consideraba escoria. Los negros nos despreciaban; los blancos también nos despreciaban. No hacíamos más que trabajar durante horas y ganar una miseria. Había mucho trabajo en las fábricas, que contrataban mano de obra barata para la elaboración  en serie de maquinaria ligera. Aquella fue la peor época de mi vida. Vivíamos en un suburbio rodeado de naves industriales que escupían constantemente su porquería a través de las chimeneas.
Mi hermano Johnny y yo crecimos entre el polvo de carbón de una ciudad renegrida, con el agrio sabor de la mina en los dientes, y nos juramos salir de aquel infierno al precio que fuera.
No tuvimos que esperar mucho. 

Un día me encontré con Mary O'Brien, una antigua compañera que había dejado la fábrica meses atrás. Iba muy ben vestida, con la boca pintarrajeada, y me dijo que había encontrado trabajo en un antro de mala muerte en Black Street...  

  (Continuará)


Texto: Carmen Cabeza
Foto : Carlos de Paz