viernes, 24 de noviembre de 2017

Cuadernos de agosto


CUADERNOS DE AGOSTO

 Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.
(Fernando Pessoa)

 Martes, 21 de agosto: Nos alojamos en el Tropen, un pequeño hotel al lado del museo de los Trópicos, enorme edificio que alberga el centro de investigación de enfermedades tropicales. La institución fue creada en el  XVII debido al creciente número de marineros que volvían de ultramar infectados por la malaria y otras plagas desconocidas. El siglo de oro, quintaesencia del comercio holandés, había propiciado la fundación de colonias de nombre legendario, -Batavia, Surinán, Bonaire-, y el tráfico de exóticas mercaderías, pero el afán mercantilista incluía también seres humanos, nativos que viajaban apilados en barcos ataúd a través del océano para ser vendidos en lucrativas subastas de esclavos. Tráfago colonialista y rapiña institucional que proporcionaron al país una inusitada riqueza, en la época que después sería conocida como  “edad dorada”.
Miércoles, 22 de agosto: Cerca del museo hay un pequeño parque que llega hasta las ventanas de nuestra habitación. Desayunamos allí, al lado del césped, en una especie de salón rodeado de árboles. El primer día, en el aeropuerto, nos recibió un cielo diáfano que hoy se ha vuelto a repetir. Hace sol en las calles, el agua parece más clara; la ciudad está embellecida por la luz de verano. Nos sentamos en las terrazas, al borde de los canales que extienden su red de telaraña en torno a las fachadas de ladrillo. En los aledaños de la plaza Dam compramos los inevitables zuecos amarillos,  pero eludimos la visita a los talleres de diamantes, tapadera de un tráfico desaprensivo e inmoral. Al anochecer, la increíble puesta de sol sobre los canales dibuja los contornos de los puentes con la fragilidad de una acuarela.


Jueves, 23 de agosto: Hoy dedicamos la mañana al Rijksmuseum, visita inexcusable que aparece en cualquier guía turística de la ciudad.  En el museo, la presencia constante del claroscuro contrasta con lo soleado de la jornada mientras observamos naturalezas muertas, gorgueras de impecables encajes, lienzos barrocos de Rembrandt atrapando una luz inquietante; el rostro de  Saskia envuelta en rizos rubios… De repente, la magia de Vermeer, el azul absoluto, la seducción de unos interiores habitados por sirvientas con apariencia de princesas, una sucesión de escenas suspendidas en el tiempo que parecen contener una historia. La luz misteriosa de Vermeer ha inundado nuestra retina y nos acompaña después, durante horas, entre los puentes, caminando por el Vondelpark, e incluso más tarde, cuando paseamos en barco,  al anochecer, por  Prinsengracht.


Viernes, 24 de agosto: En la estación central cogemos el autobús para ir a Volendam, lugar encantador estropeado tan sólo por el exceso de souvenirs y las hordas de turistas. Volendam mejora a  las seis de la tarde, cuando los autobuses regresan a sus respectivos hoteles y el pueblo queda, de pronto, aligerado, tranquilo. Entonces es un placer caminar por los pequeños canales, atisbar el interior de las casas desde sus ventanas sin visillos –resabio de la austeridad luterana “no hay nada que econder”- y respirar la primorosa calma de sus calles estrechas. En el puerto subimos a un barco que nos lleva a Marken, diminuta aldea de pescadores que mantiene intacta la tradición de pintar de verde sus casas de madera. Luce un sol increíble, un calor de verano que otorga a la isla este aire inusual, más propio del Mediterráneo que del tormentoso mar del Norte. Sin embargo, al oscurecer se levanta un viento frío y desapacible; un viento que nos recuerda, bruscamente, que esto no es el sur.


Sábado, 25 de agosto: Trasladamos el equipaje al Amsteldijk para  alojarnos en una de esas barcazas fluviales que, en verano, se alquilan a turistas.  Nuestra casa flotante está fondeada en una de las orillas del río Amstel. Nada más llegar recorremos la eslora, subimos y bajamos escaleras verticales, abrimos escotillas y ojos de buey y acabamos instalándonos en  la terraza de popa para contemplar la agitada vida del río, un trasiego constante de embarcaciones ligeras. De noche, la superficie del agua se llena de reflejos que brillan como una  cinta ancha, inmóvil, anegada de luces.
Domingo, 26 de agosto: Ha enfriado mucho, así que cambiamos nuestro atuendo por prendas más cálidas y nos dirigirnos a la Haya, capital administrativa de país. Intentamos visitar la Corte Internacional de Justicia, pero ese día hay una convención y no nos dejan pasar, así que nos conformamos con admirar el edificio y sacar unas fotos de la  imponente fachada. Desde allí, cogemos un autobús hacia las playas de Scheveningen para otear el brumoso mar del Norte, pero el tiempo empeora por momentos y el mar adquiere un desagradable color gris. Imposible bañarse en estas aguas oscuras. Un malecón con pilotes negros anclados en la arena sirve de rompeolas a  la resaca cada vez más fuerte. Marchamos de allí con la humedad en los huesos, contentos de regresar al bullicio y la agitación de Ámsterdam.
Después de la cena caminamos por el Barrio Rojo. Observamos los escaparates donde decenas de mujeres se exhiben cada noche. Un montón de hombres y grupos de turistas se agolpan ante las vitrinas para contemplar el comercio, no por habitual menos denigrante. Cincuenta euros, una mujer. La mayoría son jóvenes, de una belleza sorprendente…Se sientan detrás de las ventanas como animales enjaulados, en una pública subasta de carne femenina. Hay algo siniestro en esta exposición legalizada de cuerpos, algo sórdido que no desaparece aunque las luces rojas intenten transformarlo en una  atracción turística más.


Lunes, 27 de agosto: Continúa el mal tiempo. Las nubes troquelan el horizonte como aves de mal agüero. No podemos dejar pasar un día más sin visitar el museo Van Gogh. Esta mañana el edificio rebosa de visitantes que se apiñan con avidez ante los lienzos como si buscaran una revelación (un amarillo aún más cálido, una pincelada aún más trémula...)  Nos sumergimos en la magia del color -sol de Provenza encerrado en campos de girasoles,  la habitación de Arlés,  trigales que reverberan bajo una luz de verano-  y repasamos la biografía de este pintor maldito que no llegó a vender más que un cuadro en toda su vida y acabó suicidándose, convencido de su absoluto fracaso. Me sorprendió un cuadro que no conocía: “Los comedores de patatas”, de la época en que el artista no había empezado a trabajar el color y  pintaba solamente en grises y negros, presagiando el existencialismo del siglo siguiente. Quizás entonces había aprendido ya a expresar, a través de sus manos, la esencia de las cosas. Probablemente estuviera descubriendo la forma de reflejar su visión delirante del mundo.
Martes, 28 de agosto: El teatro Tuschinsky es un impresionante edificio art-déco  que alberga, en la actualidad, varias salas de cine. Fuimos a ver una película subtitulada en inglés, pero el film nos importaba poco; lo  realmente interesante era ver la decoración suntuosa y refinada que conserva la atmósfera de los años 20.
 Al salir del cine fuimos a la plaza Rembrandt, otro de los centros de animación de la ciudad. Cenamos en la brasserie del Schiller, uno de esos hoteles clásicos con salones laminados de caoba y lámparas modernistas que tienen la virtud de transportarte a otra época.

Por la noche, de vuelta en el barco, nos sentamos en la cubierta de popa.  A pesar del frío, estuvimos un rato fumando, contemplando cómo la luna llena vertía sus  reflejos, a raudales, sobre las aguas del Amstel.


Miércoles, 29 de agosto: El lugar más visitado de Ámsterdam es la casa de Ana Frank, por eso no nos extrañó la enorme cola que se había formado ante la ventanilla del museo. Yo la había visitado en un viaje anterior, pero recorrer las habitaciones de nuevo me produjo la misma impresión de entonces. Nos topamos con el horror de la casa de atrás, las empinadas escaleras por donde subieron los soldados el último día, el rostro infantil de Ana en las fotografías, su cara menuda, sonriente… Imaginas su historia mientras vas contemplando las fotos por las paredes, sus recortes de revistas, el espacio claustrofóbico donde se escondieron ocho personas durante dos años,  las habitaciones de una fosa común de la que solo saldrían hacia la muerte. Los turistas paseábamos en silencio por la casa. Algunos se emocionaban. La mayoría salíamos de allí con un incómodo nudo en la garganta, como si todos compartiéramos la misma culpa.


Jueves, 30 de agosto: Mañana termina el contrato con nuestro arrendatario,  así que tendremos que hacer las maletas y resignarnos a coger el avión de vuelta. Atrás se quedan los molinos, el mercado de flores con sus bulbos y tulipanes, los canales, el Rijksmuseum y el museo de los Trópicos. Finaliza agosto y el aire nos recuerda el final de las vacaciones, la inminencia de septiembre y sus exámenes imaginarios, largas horas de oficina y espacios cerrados, con la luz de los días mermando sin remedio hasta el solsticio de invierno. La última noche, un frío casi glacial congela nuestro gesto en las fotos sobre cubierta, mientras apuramos la ilusión de unas horas más antes de la partida. Pero el frío nos ha sumergido, de improviso, en el otoño, y nos damos cuenta de que estos días de atrás fueron tan sólo un paréntesis, un espacio flexible e ilusorio en el curso de nuestras vidas. En todo caso, una libertad limitada y con cláusulas. Se trataba, solamente, de una libertad condicional.

Carmen Cabeza

miércoles, 15 de noviembre de 2017

París era una fiesta

En A moveable feast, novela que vería la luz póstumamente, Hemingway evoca sus años de juventud en el París de entreguerras. En los felices 20, la ciudad acogió a un grupo de escritores que, reunidos en torno a Gertrude Stein, formaron lo que posteriormente se llamó “la generación perdida”. Heridos por las secuelas de la primera guerra mundial y embriagados por la ciudad de la luz vivieron, escribieron y pasearon sus antológicas borracheras por los alegres locales del Quartier y Saint Germain des Prés.
El círculo se abría al atardecer en Montparnasse, cuando se reunían en la terraza de la Closerie des lilas, protegida del bulevar por unos setos de aligustre. La ronda de  bourbons  comenzaba allí y se prolongaba hasta el amanecer. Tomaban un bocado rápido en la brasserie Lipp, lo mezclaban después con ron, Pernod y dry martinis hasta que acababan, completamente ebrios, recalando en el club Jockey o Le Select.


Tres o cuatro décadas antes, otros lugares servían de acogida a los poetas que pasearon su malditismo por Montmartre, en locales como le Chat Noir o el Polidor. Dipsómanos ilustres fueron Baudelaire, Verlaine o Toulouse Lautrec, que saciaban su sed de mal con absenta y otros brebajes inconfesables en fumaderos de opio, bistrots y burdeles para todos los gustos.
La absenta era apodada el hada verde (fée verte), una bebida de sabor anisado que, combinada con agua, se transformaba en louche, una esencia lechosa que fue prohibida en 1915 porque producía alucinaciones.
De los vapores etílicos viajamos en el tiempo hasta otro tipo de olores: los efluvios del viejo París, mercados apestosos frecuentados por Grenouille, el abyecto personaje de Süskind, que aprende a destilar aromas de las pieles humanas en un París repugnante, con olor a podrido, donde las cloacas iban a dar al Sena y formaban una muralla de heces y deshechos humanos.
Para combatir estos hedores se generalizó el uso del perfume. En Versalles se impregnaban saquitos con esencias que portaban palomas en el pico a modo de incensarios para aromatizar los salones versallescos, que hedían, y no precisamente a rosas.


     Envuelta en un aura de escándalo, la urbe ha constituido, hasta hace unos años, un símbolo de sensualidad y de exceso. Desde la Pompadour y la du Barry, las cortesanas de París otorgaron a la ciudad un aura de erotismo y esplendor carnal. Chispeante como una botella de champán, durante mucho tiempo fue la capital de las vanguardias y la transgresión. Miles de personas acudían a París, para, en una suerte de viaje iniciático, desbrozar su provincianismo y pacatería. Eran otros tiempos. Fueron muchos los que pasearon su estupefacción boquiabierta por los animados bistrots, en busca de cocottes y demi-mondaines con las que despilfarrar herencias, fortunas amasadas durante años que acabaron naufragando en los estragos del derroche y el lujo.

   Montmartre, barrio que circunda la mole marmórea del  Sacré-Coeur, es un recordatorio del París canalla, el de la vida bohemia, con ecos de cabaret, absenta y can-can, bajo la  sombra de un Toulouse-Lautrec que  retrataba a Jane Avril  o Suzanne Valadon en las cercanías del Moulin Rouge.
   Pero la ciudad muestra un montón de rostros diferentes, surgidos del torbellino de la historia. El barón Haussmann, que construyó el nuevo París a base de amplios bulevares y avenidas rectas, trazadas con tiralíneas, comparaba el río a una “cabellera acuática”, en la que se perdía a menudo, contemplando “sus reflejos rubios, dorados y antracitas”. Los puentes del Sena constituyen un símbolo de París, tan emblemático como la torre Eiffel o la catedral de  Nôtre-Dame.
   Resultaría demasiado largo enumerar la lista completa de lugares imprescindibles, así que me limitaré a señalar unos cuantos lugares privilegiados. El Marais, por ejemplo, donde uno  puede imaginarse sin esfuerzo a la marquesa de Meurteuil conspirando en los recoletos  palacetes de la place des Vosges. La ópera  Garnier, por cuyos palcos y galerías parece deslizarse, silencioso, el fantasma de la ópera; los jardines de Luxemburgo y su deliciosa Fuente Médicis; la plaza Vendôme, sede de la alta relojería, que se abre como un hermoso joyero octogonal en el fauburg Saint-Honoré;  quai Montebello, uno de los muelles del Sena, sin duda el  mejor lugar para contemplar los arbotantes góticos de Nôtre-Dame, o  cualquiera de las innumerables terrazas que se extienden desde el barrio latino a la avenida de los Campos Elíseos.
    La intensa vitalidad que aquí se respira nos ofrece mil posibilidades, desde la versión más tópica del París romántico, orquestado por melodías como “La vie en rose”, de Edith  Piaf, hasta los aspectos más desconocidos e imprevisibles.
  Siempre cambiante, siempre sorprendente, en cada viaje se puede descubrir una faceta nueva, inexplorada.  Y es que la ciudad habitada por Hemingway hace casi cien años conserva su fascinación en pleno siglo XXI. Porque París, ahora, sigue siendo una fiesta, una interminable fiesta que nos sigue.


Texto:CARMEN CABEZA
Fotos en blanco y negro: ROBERT DOISNEAU