miércoles, 15 de noviembre de 2017

París era una fiesta

En A moveable feast, novela que vería la luz póstumamente, Hemingway evoca sus años de juventud en el París de entreguerras. En los felices 20, la ciudad acogió a un grupo de escritores que, reunidos en torno a Gertrude Stein, formaron lo que posteriormente se llamó “la generación perdida”. Heridos por las secuelas de la primera guerra mundial y embriagados por la ciudad de la luz vivieron, escribieron y pasearon sus antológicas borracheras por los alegres locales del Quartier y Saint Germain des Prés.
El círculo se abría al atardecer en Montparnasse, cuando se reunían en la terraza de la Closerie des lilas, protegida del bulevar por unos setos de aligustre. La ronda de  bourbons  comenzaba allí y se prolongaba hasta el amanecer. Tomaban un bocado rápido en la brasserie Lipp, lo mezclaban después con ron, Pernod y dry martinis hasta que acababan, completamente ebrios, recalando en el club Jockey o Le Select.


Tres o cuatro décadas antes, otros lugares servían de acogida a los poetas que pasearon su malditismo por Montmartre, en locales como le Chat Noir o el Polidor. Dipsómanos ilustres fueron Baudelaire, Verlaine o Toulouse Lautrec, que saciaban su sed de mal con absenta y otros brebajes inconfesables en fumaderos de opio, bistrots y burdeles para todos los gustos.
La absenta era apodada el hada verde (fée verte), una bebida de sabor anisado que, combinada con agua, se transformaba en louche, una esencia lechosa que fue prohibida en 1915 porque producía alucinaciones.
De los vapores etílicos viajamos en el tiempo hasta otro tipo de olores: los efluvios del viejo París, mercados apestosos frecuentados por Grenouille, el abyecto personaje de Süskind, que aprende a destilar aromas de las pieles humanas en un París repugnante, con olor a podrido, donde las cloacas iban a dar al Sena y formaban una muralla de heces y deshechos humanos.
Para combatir estos hedores se generalizó el uso del perfume. En Versalles se impregnaban saquitos con esencias que portaban palomas en el pico a modo de incensarios para aromatizar los salones versallescos, que hedían, y no precisamente a rosas.


     Envuelta en un aura de escándalo, la urbe ha constituido, hasta hace unos años, un símbolo de sensualidad y de exceso. Desde la Pompadour y la du Barry, las cortesanas de París otorgaron a la ciudad un aura de erotismo y esplendor carnal. Chispeante como una botella de champán, durante mucho tiempo fue la capital de las vanguardias y la transgresión. Miles de personas acudían a París, para, en una suerte de viaje iniciático, desbrozar su provincianismo y pacatería. Eran otros tiempos. Fueron muchos los que pasearon su estupefacción boquiabierta por los animados bistrots, en busca de cocottes y demi-mondaines con las que despilfarrar herencias, fortunas amasadas durante años que acabaron naufragando en los estragos del derroche y el lujo.

   Montmartre, barrio que circunda la mole marmórea del  Sacré-Coeur, es un recordatorio del París canalla, el de la vida bohemia, con ecos de cabaret, absenta y can-can, bajo la  sombra de un Toulouse-Lautrec que  retrataba a Jane Avril  o Suzanne Valadon en las cercanías del Moulin Rouge.
   Pero la ciudad muestra un montón de rostros diferentes, surgidos del torbellino de la historia. El barón Haussmann, que construyó el nuevo París a base de amplios bulevares y avenidas rectas, trazadas con tiralíneas, comparaba el río a una “cabellera acuática”, en la que se perdía a menudo, contemplando “sus reflejos rubios, dorados y antracitas”. Los puentes del Sena constituyen un símbolo de París, tan emblemático como la torre Eiffel o la catedral de  Nôtre-Dame.
   Resultaría demasiado largo enumerar la lista completa de lugares imprescindibles, así que me limitaré a señalar unos cuantos lugares privilegiados. El Marais, por ejemplo, donde uno  puede imaginarse sin esfuerzo a la marquesa de Meurteuil conspirando en los recoletos  palacetes de la place des Vosges. La ópera  Garnier, por cuyos palcos y galerías parece deslizarse, silencioso, el fantasma de la ópera; los jardines de Luxemburgo y su deliciosa Fuente Médicis; la plaza Vendôme, sede de la alta relojería, que se abre como un hermoso joyero octogonal en el fauburg Saint-Honoré;  quai Montebello, uno de los muelles del Sena, sin duda el  mejor lugar para contemplar los arbotantes góticos de Nôtre-Dame, o  cualquiera de las innumerables terrazas que se extienden desde el barrio latino a la avenida de los Campos Elíseos.
    La intensa vitalidad que aquí se respira nos ofrece mil posibilidades, desde la versión más tópica del París romántico, orquestado por melodías como “La vie en rose”, de Edith  Piaf, hasta los aspectos más desconocidos e imprevisibles.
  Siempre cambiante, siempre sorprendente, en cada viaje se puede descubrir una faceta nueva, inexplorada.  Y es que la ciudad habitada por Hemingway hace casi cien años conserva su fascinación en pleno siglo XXI. Porque París, ahora, sigue siendo una fiesta, una interminable fiesta que nos sigue.


Texto:CARMEN CABEZA
Fotos en blanco y negro: ROBERT DOISNEAU

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