Las casas están llenas de tiempo. Los objetos de la memoria se multiplican hasta invadirlo todo: ocupan las esquinas, los pequeños espacios; acaparan armarios y cajones, se meten en la cama contigo, y junto a los recuerdos, tú también te vas cubriendo de polvo, con las lentejuelas doradas, los botones desprendidos de sus ojales o las entradas de viejos conciertos de rock que nunca pudiste tirar a la basura... Somos animales sentimentales y nos alimentamos de nostalgia. Es cierto. Tengo en casa cientos de objetos inservibles de los que me niego a desprenderme, porque me parece fascinante poseer algo capaz de contener el tiempo. No quiero tirar a la basura mi colección de monedas llenas de moho, los cromos de colores con los que jugaba en el patio del colegio o cierto tipo de cosas que siempre salvaré de la quema cuando decida hacer limpeza general. Sé que nunca me voy a deshacer de los antiguos boletines de notas, o de las cartas de amor que me escribieron, (sobre todo las ridículas -ya lo dijo Pessoa-), de algunos poemas igualmente ridículos, de los relojes rotos... Esos relojes oxidados que marcaron el tiempo en mi muñeca y ahora crían malvas en el fondo del joyero.
Me gustaría tener mucho sitio. Un desván enorme para almacenar recuerdos; un desván interior, con infinidad de rincones repletos de cajas, fotografías, trastos averiados, cicatrices, objetos perdidos... Pero, desgraciadamente, las casas son muy pequeñas. No tienen desvanes. La mía, ni siquiera trastero. Y la memoria no puede contener tal desmesura. Por eso, al final, nos castiga con el olvido, incapaz de cargar con semejante exceso de equipaje.
Carmen Cabeza Martínez
Precioso, Carmen.
ResponderEliminarde la mano a la cadera , tensión y pasión , en este espacio donde solo puede haber un corazón .
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